El estímulo callejero

I

A mitad de los años 90 publicamos en el número 0 de la revista Fuera de banda un breve ensayo del joven artista y crítico quebequés Patrice Loubier, titulado Del signo salvaje. Notas sobre la intervención urbana. El texto (que pasó desapercibido salvo a la pequeña tribu de artistas de la acción y parroquianos de aquella publicación), es una propuesta lanzada desde el ámbito de los espacios alternativos de Québec que propone el concepto de “Signo salvaje”. La propuesta forma parte del proceso de “regeneración política” del ámbito del arte alternativo (que se articula alrededor de la performance y/o el arte de acción), junto al concepto de “Maniobra artística”.

El signo salvaje es aquel signo anónimo, abandonado en el espacio público sin aviso, sin referencias que lo vinculen al campo del arte. Un signo fuera de marco que crea una perturbación local y temporal, que introduce un desorden. El signo salvaje sigue desarrollando el proceso de desmaterialización del objeto artístico desde una voluntad utópica, que cuestiona las condiciones de exposición del arte como tal. Para Loubier, se presenta como un signo extraviado por dos razones: de un lado por la ausencia de un autor, de una firma, y del otro por la falta de un proyecto, de una finalidad reconocible y tranquilizante. El signo salvaje no comporta modo de empleo, ni un sistema de comprensión, ni un mensaje político, ni se muestra demasiado espectacular o brillante, ni siquiera provocador, que serían medios para reconducirnos al código.

El signo salvaje tendría, pues, un carácter atópico. De este modo produce una ostranenie, un extrañamiento, una desautomatización de la mirada. Pero esta desautomatización –que pretenden todas las artes–, se refiere en esta ocasión a la confusión de los sistemas y a un proceso de desdiferenciación funcional –es decir, a la ecuación arte-vida.

Sin tarjeta identificativa o sin pedestal, el signo salvaje debería fulminar los roles o conductas culturales predeterminadas. Es un estímulo encontrado al azar, anónimo, sin aviso, sin autor, carente de didascalia, de instrucciones o acotaciones. “En este sentido, dice Patrice Loubier, los términos de una situación de comunicación convencional son abolidos: ya no hay más espectador al que se le presenta una proposición artística mediante el rodeo de la mediación institucional, sino simplemente un individuo que hace frente a una manifestación inédita, desconcertante, y en la que ha de inventar su propia respuesta”.

Algunos precedentes citados por Loubier en el uso del signo salvaje son Braco Dimitrijevic y las grandes fotos de individuos anónimos expuestas en espacios públicos que viene desarrollando desde los años 70; o los empapelados de Daniel Buren, que entre 1968 y 1973 pegó papeles pintados con rallas verticales sobre paneles publicitarios de 140 estaciones de metro de París; o los textos anónimos de Jenny Holzer, que hacia 1978 empezó a pegar carteles en las calles de Manhattan con pequeños aforismos. Pero la fuente principal del signo salvaje parece ser la “creación de situaciones” de la Internacional Situacionista (y, a su vez, el desplazamiento surrealista), y su intento de oponerse al régimen del espectáculo mediante la experiencia viva y la ausencia de código, la anarquía limitada que intenta quebrar la pasividad del sujeto. El signo salvaje traslada la transgresión que el arte sólo puede producir en el orden simbólico a las condiciones de ejercicio del arte, a la propia realidad.

En su ubicación, la función del signo salvaje no puede ser otra que producir una pequeña perplejidad, por lo demás perfectamente olvidable. No pretende instruir, ni maravillar, ni adoctrinar. Es una propuesta utópica que no llega a producir esfera pública, que antes o después tendrá que trasladarse a un marco específico para adquirir sentido, y que por tanto se verá neutralizada, recuperada para el sentido.

En la práctica, la escasa incidencia del signo salvaje ha llevado a veces a los artistas a saturar el espacio público. Así ha sido en la obra de los citados Dimitrijevic, Buren y Holzer. En cuanto a su divulgación, el pequeño comentario y la transmisión oral a pequeña escala sitúa la práctica del signo salvaje en una posición dominada del campo artístico, apta para artistas amateurs o fuertemente ideologizados. El grueso de su práctica se debe a jóvenes artistas en el inicio de su carrera, sin medios económicos o, en cualquier caso, sin nada que perder. Cuando el acontecimiento se beneficia del reconocimiento público, el mercado o los medios de comunicación no estarán lejos. Así fue con los artistas citados o, ya en otro ámbito, con el movimiento graffitista.

II

La mención al caso extremo del signo salvaje permite visibilizar las condiciones “normales” de producción y exhibición del arte, y en este caso del arte en la calle ofrecido desde una institución, a través de un evento fuertemente publicitado, advertido, explicado, balizado… En un evento como AlterArte, Festival de Arte Emergente de la Región de Murcia, nos encontraríamos, precisamente, en el polo opuesto al signo salvaje: en la posición dominante del campo artístico –según la denominación ya clásica de Pierre Bourdieu. El espacio hegemónico del arte actual, lógica cultural del capitalismo avanzado (Fredric Jameson) o marco cognitivo del liberalismo triunfante.

Y sin embargo, a mi parecer, las inquietudes del arte de calle siguen siendo, incluso sin llegar al extremo del signo salvaje, reducir las mediaciones en su recepción, ofrecerse directamente, sin intermediarios, alterar la cotidianidad, recuperar la ciudad como espacio público, como ágora. Incluso en sus propuestas más formales, léase decorativas, el arte en la calle no está tan lejos en sus intenciones del urbanismo unitario situacionista y su pretensión de enriquecer la percepción de la ciudad.

Como se puede ver en la programación de AlterArte, las opciones más o menos explícitas de crítica social están presentes, y también las propuestas escandalosas o provocativas. Referencias a las cuestiones de género, a la inmigración, los problemas urbanísticos, medioambientales… Al saltar de la galería a la calle, su lectura política se multiplica; del marco restringido de los especialistas a la realidad social, política, económica, de un público no iniciado… Las motivaciones del artista callejero suelen ser claras y estar ligadas a la cuestión de la eficacia política.

De este modo, el arte en la calle mantiene aún su dialéctica entre el marco “neutro” de la institución y el potencial político del arte. La paradoja reside en la mencionada necesidad de las instituciones de marcar (situar en un marco) como objeto artístico identificable lo que podría ser un gesto anárquico; de ejercer la diferenciación funcional que neutralice en gran medida el grado de desorden a introducir, es decir, de introducirlo en un sistema. En este sentido, –refiriéndonos a la Teoría de Sistemas de Niklas Luhmann–, los sistemas son reductores institucionalizados de complejidad. Lo que hay tras la recuperación del arte público es la instrumentalización, bien por parte de la industria cultural, o bien por el deseo de recuperar la perdida legitimidad institucional; en palabras de Jean-François Chevrier, para dar la apariencia de utopía a una sociedad constituida en «libre asociación de consumidores».

III

Tras una década, la de los años 80, de retorno a la tradición disciplinar, de abandono de la energía vanguardista (puesto que se declaraban muertos tanto el arte como la propia historia, más todos los criterios y certitudes), los diversos traumas originados por el modelo neoliberal y la reactivación de distintos movimientos sociales volvieron a poner de actualidad géneros y disciplinas híbridos que de nuevo asaltaban la calle y rompían todos los formatos posibles. A finales de los años 90 y principios del nuevo milenio, asistimos a un auténtico boom del arte público en su doble vertiente de arte físicamente en la calle (incluida la escultura monumental) y arte político o activista. Las instituciones, ávidas de novedad, apoyan el arte público, de manera que proliferan los grandes eventos, entre el deseo de novedad y la espectacularización –con el añadido de la provocación como golosina mediática. Cuando se subvenciona la subversión, la Institución se da una pátina de lustre democrático del que está muy necesitada en momentos de crisis de legitimidad.

En este contexto la respuesta de ciertos artistas se desplaza hasta el arte político / activista, a la colaboración con organizaciones de movimientos sociales en los cuales se confunde el arte con el activismo estetizado de los Nuevos Movimiento Sociales. El arte activista o colaborativo también ha llegado a las instituciones, lo que puede provocar una doble sospecha de pérdida de autonomía: bien por su recuperación institucional, bien por la relativización del arte en aras del mensaje político.

Entre los jóvenes artistas, la calle mantiene su prestigio “alternativo”, tanto por su acceso directo al público como por su aspecto, de nuevo, desmaterializado, autogestionario, salvaje, cercano a la vida. La cuestión ética, autogestionaria, sigue vigente en el espacio del arte de acción, el signo salvaje y la maniobra artística, y supone un campo de investigación por sí mismo. A la crisis del arte en sus deslegitimados espacios institucionales se responde con el estímulo callejero, rehuyendo el marco y asaltando directamente al espectador.